martes, 13 de marzo de 2012

Amor de colectivo

El colectivo es un invento argentino que, hoy, forma parte de casi todas las aglomeraciones humanas del mundo, transportándolas “colectivamente” a sus destinos. Aunque, a veces, moviliza mucho más que cuerpos, sino también ilusiones. Éste es uno de esos casos. 

Me subí donde era previsto, como lo hacía cada mañana. Tomar “el 24” era parte de mi rutina, éste me llevaba desde mi barrio hasta un punto cercano a mi mediocre lugar de trabajo. 
Tardó poco en arribar a la parada. Ya conocía los horarios  y a todos los colectiveros. Ni bien puse un pie en el carromato saludé a Jorge, el chofer del convoy. Pagué mi boleto y me senté en el fondo. Siempre me gustó ese estratégico y pensado lugar, ya que desde allí tenía cerca la salida de emergencia, la puerta para bajarse y un paneo casi fotográfico de todos los pasajeros. Una de mis tantas manías.
Conocía donde subía cada persona de las que, anónima y silenciosamente, me acompañaban en mi trayecto, esos compañeros de ruta, que generalmente pasan desapercibidos por lo común de su figura y lo repetitivo de su comportamiento. 
De repente, el colectivo frena en una “parada” que en mi mente no estaba registrada. Me alteró de alguna forma, no me gustan los imprevistos, y pensé que esta situación iba a ser un contratiempo.
Veo, a la par de la frenada, una cabellera larga y brillosa que acompañaba con su trote el movimiento del vehículo. Este se detiene del todo y la mujer ingresa. Eso no estaba en los papeles, esa señorita no debía subir. Si nunca lo hizo durante los seis años en que me subo a dicho colectivo, ni siquiera era una parada eso. Sentía que años de cálculo, previsión y observación casi sociológica se hacían un bollito e iban al tacho. 
Inmediatamente, esos sentimientos de traición mutaron, conforme esa mujer imprevisible ingresaba en el bus. Ahí la vi, en realidad todos la vieron, era un atentado a la rutina del viaje. Y, a juzgar por su figura, era un atentado a muchas otras cosas. Ojo!, no soy un tipo que crea en el azar, creo que todo está estipulado, y esto no lo estaba. Salía de mi capacidad de previsión, y lo peor de todo, es que me encantó el sentimiento provocado por ese algo que falló. 
Ella abonó con monedas, como olvidar el trino de las mismas cayendo en la maquinita, si era como la música que acompaña de fondo un momento hermoso, pero que casi nadie recuerda. Una vez retirado el boleto, ella se torna y queda de frente ante todos los sorprendidos habitantes de la comunidad viajera. No podía dejar de mirarla, su rostro era magnético. A algún orden de la física debía responder mi comportamiento. La pulidez de sus trazos era como si hubiesen sido cincelados en el más fino mármol de Carrara. Todo en un contexto de cabellos oscuros volando al viento de la mañana que se filtraba a través de las ventanillas abiertas por los viajeros más calurosos.
Continuó con su eterno caminar, dibujando algunas “zetas” en el piso, como el andar zigzagueante de los borrachos, pero bajo la indudable sobriedad de un martes a la mañana.
Se acercaba a mí. Creo que, hasta Jorge desde su atento puesto observaba como, de puro nervio  movía mis piernas. Y, si se sienta al lado mío, que ‘carajo’ hago, le voy a tener que hablar, pero soy un ‘cagón’. Si a la única mujer que le hablo es a mi vieja. 
Me salvé. Se sentó en un asiento delante mío. Podía percibir todos sus aromas.  No soy un asqueroso ni un loco, al decir que toda persona, mas allá del perfume que use, tiene una fragancia que nos hace recordarla y hasta, a veces, no poder olvidarla. Ella tenía esos aromas atrapantes de mujer, no se parecía a nadie, y se hacía cada vez mas única conforme yo respiraba. Nunca se inmutó de mi patológica obsesión para con ella.
El viaje siguió su recorrido habitual. Sin embargo, no podía sacarme a esa persona de la cabeza, y que estuviese sentada a escasos treinta centímetros, no ayudaba para nada. Fue un calvario. Imaginé como ella se sumaría a los habituales recorridos de “mi colectivo”, que la vería frecuentemente y que el desgaste y la mella de la rutina me harían hablarle algún día. Divague tanto que no vi en qué momento se paró y encaró con su mano elegantemente extendida el botón del timbre.
Aclaro, no soy ‘baboso’, pero fue el único momento en que estuvo de espaldas, y sus curvas iniciales confirmaban mis teorías de cómo serian en su reverso. Pocas colas así he visto en mis veintiocho años de “vida”. Ella descendió, con la misma inmutabilidad con la que ascendió, dejando una estela de aroma a lo largo del convoy.
Una mezcla ilógica de desilusión con ilusión me invadió. Estaba desilusionado porque ella había bajado, pero también sentía lo contrario, porque presentía que la volvería a ver en los sucesivos días.
Me paré porque había llegado la hora de bajarme. Exactamente dieciséis cuadras después de “ella”. Como Jorge me conocía, era en vano tocarle timbre para anunciarle mi descenso.
Llegue a mi trabajo a la hora habitual. El día transcurrió normalmente, pero aun pensaba en el suceso del colectivo.
Al otro día no había motivos para que mi rutina variase. Todo se daría según los papeles lo estipulaban desde hacia seis años. Todo sería exactamente igual, a diferencia de que volvería a cruzarme con “ella”. La que, con su quiebre de caderas, quebró mi rutina de ayer. 
Subí al colectivo, saludé a Jorge, aboné y me senté en el mismo lugar de siempre. Ansioso esperaba que el colectivo surcase las calles a la mayor velocidad posible. Deseaba esa parada más que nada, esa parada era de “ella”.
Mi corazón pedía el exilio de mi caja torácica con cada latido libertino que pegaba. Era claro, estaba a una cuadra de verla.
El colectivo nunca frenó. Ella nunca subió. De hecho nunca más la vi, ni en el colectivo, ni en el centro, ni en los bailes del club. Solo la veía cuando divagaba en los pasillos de mi mente.
Estuve triste un par de días, hasta que comprendí que era una pasajera ocasional, de las tantas que pueblan efímeramente los colectivos del mundo. Que zarandean su humanidad al compás de los baches, seduciendo la mirada de los pasajeros habituales para luego desaparecer, dejando en los corazones de algunos marcas eternas dignas de un amor de colectivo, que no dura más tiempo que el recorrido. Un fiel reflejo de lo que suele suceder con el amor verdadero en la vida, dura el tiempo que nos lleva hacer nuestro recorrido en este mundo, hasta que morimos o alguno de los dos baja del colectivo. 

Peligro, si sube al cole, se puede enamorar. El amor "acecha en cada parada".



5 comentarios :

  1. en verdad me indignó q te aumentes la edad y q le cuentes las monedas q puso.. pero bueno =P tb es bueno el relato xq puede pasar!!! q te pasó? te pegó la cursilería y chau ironía? jaja uuhh cuántas pasajeras habrá en esa cabezota jajaja

    By Alien ;)

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  2. Todos tenemos ese amor de colectivo recordado por siempre...
    hermoso texto Jairo =)

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  3. jaja. geniañme encantó el concepto de "amor de colectivo".. solo dura hasta que termina el recorrido de uno de los dos. Esas cosas simples.. esos momentos cotidianos... me parecen los más exquisitos. Beso.. Ya te tengo en fb!

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    1. Gracias Eli. Todo lo que hagamos como "individuos" es producto de nuestro existir colectivo. Y el amor, que parecen cosas de dos en realidad es un cumulo de cosas de todos los demas seres que nos intervienen a nosotros como "individuos".
      Y el concepto ese salio del conocido "hasta que la muerte los separe" que en este caso sería: "hasta que el timbre los separe".
      Saludos señorita :)

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  4. ¿Y si ella tuviera un diario en el que escribió que subió a un colectivo por única vez y justo se enamoró de un chico, al cual no se animó más a ver pero lo pinta todas las noches, o tiene una estatua de él, o algo?
    O, perdón, me fui al lado literal sin dar la posibilidad del quiebre figurativo.
    Vamos Jairo!

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